Las emociones son formas de reflejar las experiencias
diarias, positivas y negativas, que son parte de nuestro proceso de desarrollo.
En un pequeño órgano de nuestro Sistema Nervioso Central llamado hipotálamo se
fabrican las respuestas emocionales. Allí, en nuestro cerebro, se encuentra la
mayor farmacia que existe, donde se crean unas partículas llamadas “péptidos”,
pequeñas secuencias de aminoácidos que, combinadas, crean las neurohormonas o
neuropéptidos. Ellas son las responsables de las emociones que sentimos
diariamente.
Según John Hagelin, profesor de física de la Universidad
Maharishi, dedicado al desarrollo de teorías del campo unificado cuántico: “hay
química para la rabia, para la felicidad, para el sufrimiento, la envidia,
etc.” En el momento en que sentimos una determinada emoción, el hipotálamo
descarga esos péptidos, liberándolos a través de la glándula pituitaria hasta
la sangre, que conectará con las células que tienen esos receptores en el
exterior.
El cerebro actúa como una tormenta que descarga los
pensamientos a través de la fisura sináptica. Nadie ha visto nunca un
pensamiento, ni siquiera en los más avanzados laboratorios, pero lo que sí se
ve es la tormenta eléctrica que provoca cada mentalismo, conectando las
neuronas a través de las “fisuras sinápticas”.
Cada célula tiene miles de receptores rodeando su
superficie, como abriéndose a esas experiencias emocionales. Candance Pert,
poseedora de patentes sobre péptidos modificados y profesora en la universidad
de medicina de Georgetown, lo explica así: “Cada célula es un pequeño hogar de
conciencia. Una entrada de un neuropéptido en una célula equivale a una
descarga de bioquímicos que pueden llegar a modificar el núcleo de la célula”.
Nuestro cerebro crea estos neuropéptidos y nuestras
células son las que se acostumbran a “recibir” cada una de las emociones: ira,
angustia, alegría, envidia, generosidad, pesimismo, optimismo. Al acostumbrarse
a ellas, se crean hábitos de pensamiento. A través de los millones de
terminaciones sinápticas, nuestro cerebro está continuamente recreándose; un
pensamiento o emoción crea una nueva conexión, que se refuerza cuando pensamos
o sentimos “algo” en repetidas ocasiones.
Así es como una persona asocia una determinada
situación con una emoción: una mala experiencia en un ascensor, como quedarse
encerrado, puede hacer que el objeto “ascensor” se asocie al temor a quedarse
encerrado. Si no se interrumpe esa asociación, nuestro cerebro podría
relacionar ese pensamiento-objeto con esa emoción y reforzar esa conexión,
conocida en el ámbito de la psicología como “fobia” o “miedo”.
Todos los hábitos y adicciones operan con la misma
mecánica. Un miedo (a no dormir, a hablar en público, a enamorarse) puede hacer
que recurramos a una pastilla, una droga o un tipo de pensamiento nocivo. El
objetivo inconsciente es “engañar” a nuestras células con otra emoción
diferente, generalmente, algo que nos excite, “distrayéndonos” del miedo. De
esta manera, cada vez que volvamos a esa situación, el miedo nos conectará,
inevitablemente, con la “solución”, es decir, con la adicción. Detrás de cada
adicción (drogas, personas, bebida, juego, sexo, televisión) hay pues un miedo
insertado en la memoria celular.
La buena noticia es que, en cuanto rompemos ese
círculo vicioso, en cuanto quebramos esa conexión, el cerebro crea otro puente
entre neuronas que es el “pasaje a la liberación”. Porque, como ha demostrado
el Instituto Tecnológico de Massachussets en sus investigaciones con lamas
budistas en estado de meditación, nuestro cerebro está permanentemente
rehaciéndose, incluso, en la ancianidad. Por ello, se puede desaprender y
reaprender nuevas formas de vivir las emociones.